viernes, 24 de octubre de 2008

Puentes

...para arremangarse, mojarse los pies y hablar con las manos...
Ella caminando llegó al sitio. Se sentó. Pensó en el helado que habían acordado. Prefirió esperar.
La vereda estaba desolada. En frente la fábrica de mermeladas abandonada. Paredones inmensos se alzaban en contraluz. Aerosoles y pinceles habían coloreado los revoques rasgados. Y al costado un pequeño puente de barandas verdes ayudaba a remontar el agua. Un pequeño arroyo rodeaba una especie de "isla". Allá estaba la casa. Allá todo comenzaba cada vez que uno cruzaba la puerta. Al pasar el puente inmensas casas anticuadas y hechizantes, desvestían sus galerías al sol del ocaso.
Miró el reloj, ya era hora. Podría pasarse horas allí, pero probablemente lo que esperaba era inconcebible, y no debían espera más. Cuando estaba por levantarse escuchó el sonido del viaje que lo traía casi a tiempo.
-¿Vamos? - Preguntó.
Ella asintió con un movimiento de cabeza, le temblaba el mentón... pero en silencio cruzaron el puente. Sabían que podía pasar mucho tiempo hasta la próxima vez... y por eso era difícil.
Entraron, como siempre, girando el picaporte y haciendo fuerza. Pero la fuerza que tomaron fue más que la que habían tomado todos esos meses dejados atrás. Ella entró cautelosa, mientras buscaba en el bolso el delantal. Él acomodó sus cosas y buscó lo necesario. Tenían que dar la noticia. Aunque todo era cotidiano, aunque las farolas alumbraban el salón con la energía amarilla de siempre, aunque la cena estaba servida, ambos sabían que después de esa noche la historia cambiaba.
Tenían un cierto temor, pero después de decirlo, todo sería más sencillo.
Él le tomó la mano y la llevó con las señoras. Se alejaron por un pasillo. Gritos de alegría lo recibieron. Al rato un llanto silencioso comenzó a escucharse. Pero una voz entrecortada denotaba alegría. Rieron. Callaron. Él dijo que sí y la tomó a ella en brazos haciéndola girar junto a su cuerpo. Las señoras sonrieron. Una secó sus lágrimas y la invitó a hacer las últimas tareas. La otra pidió permiso y fue a lavar los platos. Él se dió la vuelta y caminó para empezar a hacer lo que sabía hacer y jamás olvidaría, tomó una bolsa y les guiñó un ojo a las tres.
Se quedaron a comer. El horno estaba prendido desde temprano porque era día de reunión. Después de la cena, alzaron sus cosas, besaron mejillas, dieron abrazos, y al cerrar la puerta... ella lloró. Entonces él la abrazó, y le pidió que estuviera tranquila, porque cruzarían mil puentes más hacia miles de casas diferentes, pero un día volverían, a la hora de la cena y la comida estaría servida... y ambos sabían perfectamente cómo volver a formar parte del lugar.
Enderezaron sus cuerpos y caminaron bajo la luz de la luna. La tarde había sido larga, la sobremesa mucho más. La luz del callejón era ténue. Se miraron, se entendieron sin hablar siquiera, como siempre. Y una música se escuchó lejana... Allá iban... ella con la sonrisa mojada y el alma llena de algo que no sabía explicar. Él con una sensación extraña... pero seguro de que todo saldría perfecto. Seguro de que siempre sabrían cómo seguir.

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